jueves

CAMPOS


Comienza a llover de nuevo sobre Londres, Iker y su compañero odian la lluvia, demasiadas días con la ropa mojada en los frentes, en la carretera a Port Bou, en las playas de los campos de concentración franceses, en el paso del pico de Dorria o de Puigmal y luego la lluvia fría, casi siempre helada de todos esos campos en donde se quedaron sus amigos: Mauthausen, Dachau, Bergen Belsen, Buchenwald, Dora Mittelbau, Ravensbrück, Flossenburg, Neuengamme, Oranienburg, Strutthop, Natzweiler, Treblinka, Rawa Ruska, Schirmer... Caminan aprisa hasta un café en la esquina con Phillimore Gardens, se quitan las chaquetas y piden un café con leche, la joven camarera sonríe mientras regresa a la barra al ver a los dos hombretones con las manos atenazando las tazas de café hirviendo como si estuvieran ateridos de frío. 

Tomo la voz de Iker Elorza, una voz que imagino grave y seca.

Recibí una llamada de Evaristo el día veinticuatro por la noche y me encontré con él de nuevo en el Red Wild Boar. Pedimos unas pintas de cerveza y nos sentamos en la misma mesa en la que semanas atrás nos habíamos reunido con Dimitri.
—He comprado dos billetes para París. Vamos a despedirnos de Mera —fue lo primero que dije a mi compañero—.
Estuvimos después mucho tiempo en silencio, como si necesitáramos algún punto sólido desde el que comenzar a desgranar los recuerdos. Cipriano había muerto esa tarde y con él una parte de aquella vida palpitante que compartimos y que ahora ya sólo era frágil memoria, historia por contar, palabras desgastadas.
—Cada vez quedamos menos, viejo, no va a quedar nadie para contarlo.
—¿Y a quién le va a interesar el cuento? —le respondo— ¿a quién le importará el pasado de todos nosotros?, Ese tiempo remoto, ese lugar cada vez más borroso que ha sido nuestra vida. Ya nos han convertido en personajes como han hecho con Cipriano, en tipos de ficción que llenarán algunos libros de historia o unos cuantos programas de televisión. No te pienses que cuando palme Franco cambiarán mucho las cosas. Ya viste lo que pasó después de nuestra guerra, antes de Hitler o después de Hitler, los héroes se convierten en criminales y los criminales en héroes según convenga. Así que tú y yo estamos mejor aquí, escondidos en el confortable olvido de cualquier ciudad. Muchos de los nuestros han vuelto o están deseando volver en cuanto muera Franquito, pero nosotros a donde vamos a volver, ¿a Madrid?, ¿a Jara?, no nos espera nadie y seremos un estorbo para todos, un par de viejos babosos que se dedican a contar las gloriosas batallitas que perdieron.

—Yo sí quiero volver —me dice Evaristo— Heliodoro hace años que me ofreció su casa si alguna vez quería regresar y pienso hacerlo cuando se aclaren las cosas. No quiero morirme como Mera, ni como Arturo, ni como Chaves, ni como tantos, quiero morirme al sol, contando batallitas y comiendo morcilla de calabaza asada junto a Dimitri en ese pueblo donde murió un emperador o en el mío, en Jara.
—Yo no —le digo— Yo sólo quiero cazar a Jan, lo demás no me importa demasiado. Voy a cumplir setenta años  y mi futuro no existe.
Pedimos otra pinta y brindamos por Mera, por su memoria, su vida generosa, su cara de palo, el dios que lo batanó. Brindamos por el eficiente albañil de Tetuán de las Victorias, el actor que conocí en los Ateneos Libertarios representando el alcalde de Zalamea, el miliciano valiente, el teniente coronel del VI Cuerpo del Ejército que luchó como nadie, el hombre sincero e ingenuo que con la guerra perdida creía que era posible una rendición con condiciones, el vencido orgulloso que resiste tres años en el campo de concentración de Morand, el acusado en el consejo de guerra del cuarenta y tres, el condenado a muerte, el albañil exiliado y jubilado que me recibe en su casa de la avenida Juan Jaurés de París con casi ochenta años a su espalda, ya enfermo, me abraza fuerte durante largo rato y saca un buen Burdeos y unas aceitunas rellenas de anchoa.
—Que sé que eras de buen diente. Estoy escribiendo mis memorias —me dice—. Se han dicho tantas mentiras, ha sido tanta la infamia y el olvido que hay que hacer algo, aunque un libro no sea casi nada. Ya sabes que yo nunca he sido mucho de libros. Eso tú que eras un niño pera, un tipo leído. Habrías llegado a ministro seguro con los fascistas. Pero te he llamado por algo más importante, Me queda poco para palmarla. Tantas veces habría tenido que morir que ahora que es de verdad me hace un poco de gracia si no fuera por el dolor que me está jodiendo.
El anciano se levanta de la mesa y saca de un cajón unas fotos recortadas de libros, de periódicos o revistas. Reconozco a casi todos.
—Es una vieja cuenta que me ha ido royendo las entrañas poco a poco. Puede que incluso solo sea una obsesión de viejo choco, no sé. He leído casi todo lo que se ha escrito sobre aquellos días finales de Madrid, sabíamos que no tenía sentido una resistencia numantina, la guerra estaba siendo demasiado brutal para acabarla también de una forma tan inútil y tan estéril. Sospechábamos que Negrín quería entregar todo el poder a los comunistas y encima estaban los rumores de que los comunistas tenían setecientas toneladas de dinamita para volar la capital cuando entrara Franco, algo demencial si era cierto. Yo había mantenido una reunión con Negrín pocos días antes en Alcohete estando presente también Casado. Les expuse mis sospechas sobre las intenciones de los comunistas de hacerse con el poder y dar la sensación de que el PC resistía hasta el último momento mientras todos los demás sólo queríamos rendirnos. Pero no quiero aburrirte, para mí en ese momento solo había tres alternativas. La primera la que ya había expuesto meses antes Casado, crear una línea en el río Segura y concentrar allí una selección de los más preparados, no más de ochenta mil hombres poniendo a su disposición todo el material disponible, la otra era la de romper todos los frentes y crear grandes guerrillas escondiendo armas y pertrechos en puntos estratégicos. Creo que tú esa la conocías muy bien. Y la tercera era que el Gobierno parlamentara directamente con el enemigo. Conseguir una rendición respetable para salvar el mayor número posible de vidas.  Ya sabes lo que hizo Negrín.
Cipriano volvió a llenar los vasos de vino.
—No te quiero contar los detalles del golpe de Segismundo Casado que tú también viviste. A su manera a mí también me la jugó aunque siempre he pensado que de buena fe. Lo que quiero contarte es que años después, hablando con unos y con otros de esos días, primero en el campo de Morand, después en la cárcel o ya en el exilio, leyendo los libros que iban publicándose sobre la guerra tanto por gente de los nuestros como  por comunistas y por fascistas comencé a tener una sospecha terrible, una duda que fue haciéndose con los años más y más grande y que muchos datos en apariencia nimios, algunos testimonios indirectos y varios hechos inexplicables en los que al parecer nadie había reparado, me fueron convenciendo de que Franco conocía punto por punto lo que se decidía en el Estado Mayor, en el Gobierno incluso dentro de la propia CNT.
Bebemos otro vaso en silencio.
—La sospecha me ha envenenado la sangre durante muchos años. Siempre dudé de los comunistas, del cabrón de Negrín, de mi propia gente, incluso de ti y de los tuyos que siempre estuvisteis en todos los fregados, pero te confieso que no sé quién pudo ser el traidor. La gente del SIM destapó a muchos quintacolumnistas pero te aseguro que el espía no era de aquellos. Tuvo que ser alguien del más alto rango, una persona que inspirara confianza en todos y que debía tener precisos conocimientos militares. Durante un tiempo llegué a la conclusión de que era Jan, aquel amigo vuestro, pero después supe que había muerto pasando pilotos aliados por los Pirineos.


Los ojos de Mera me miran desde un cansancio infinito, las tres arrugas profundas de cada mejilla, que ya tenía entonces con sus treinta y tantos años, se marcan aún más profundas, esa mirada por la que los milicianos acerrojaban el Mauser y salían detrás de él de la trinchera gritando como salvajes, esa mirada del hombre sencillo y sincero cuya palabra creyeron siempre incluso los militares fascistas cuando el consejo de guerra ahora tiene el brillo blando de los ancianos.
—Yo ya he cumplido con los míos. Mi gente sigue ahí, en todos los rincones del mundo luchando por la justicia y la libertad, pero me queda esta sombra incrustada en el corazón. Es posible que aun viva un miserable por el que murieron muchos hombres, muertes evitables, hombres y mujeres valientes aniquilados inútilmente.
Mera rebusca en el bolsillo de su chaqueta y saca por fin un pañuelo primorosamente planchado para limpiarse los labios.
—Siempre supe que no había muertes útiles. Siempre dije que teníamos que haber evitado la masacre. La guerra tenía que haber sido evitada a toda costa, pero había tantos que deseaban la aniquilación.
Me suenan sus palabras, me recuerdan otras voces de otros hombres que ahora ya no existen, tipos que nunca creyeron en la guerra aunque organizaran con cuidado las posiciones sobre un mapa de campaña o encendieran la mecha de las granadas caseras o apuntaran con cuidado la pistola a la cabeza del camarada que huye en la penumbra del pasillo de la radio.
—Es su última misión, me dice en un susurro áspero. Llévese mis papeles, busque al traidor y asesínelo. No le pido que haga justicia, dudo que matar al anciano que encuentre tenga algo que vez con esa palabra que tantos desprestigiamos.

Un día muy frío de finales de octubre del setenta y cinco mucha gente se agolpa en los alrededores del cementerio de Boulogne-Billancour. Llevo gafas negras para que nadie me reconozca. Ha venido gente de toda Francia, de Bélgica, de Inglaterra, de España, gente del gobierno de la República en el exilio, cámaras de televisión. No quiero encontrarme ni hablar con nadie. Llevan a hombros el ataúd de Mera varios camaradas tan viejos como yo, sobre la caja, la bandera roja y negra. Hay voces que gritan sobre el silencio, vítores a la CNT, al movimiento libertario, a los héroes antifascitas. Estoy apoyado sobre el tronco de un gran árbol rodeado de gente y siento de pronto alguien que me toma del brazo.
—Uno de los pocos tipos que respetará la historia —reconozco la voz de Dimitri, pero no me vuelvo. Entonces grita— ¡Viva la España invicta, independiente y libre!
Y el aliento de mi amigo apátrida va rebotando en los corazones y en las voces de la gente, en un eco que parece no agotarse. 
—Mañana me voy por fin para España —me dice al oído antes de desaparecer—. Me he comprado una casona solariega y un poco de tierra en Jara y la voy a llenar de libros, de geranios y de frambuesas. Ahora me llamo Gunter Böll y soy un apacible jubilado alemán. ¿No te parece un buen chiste?.
Cuando me vuelvo ya no está Dimitri. Veo su silueta alejarse entre los árboles. Intuyo que cuando él muera o cuando yo muera no habrá canciones, ni vítores, ni gente emocionada hablando de nosotros, de lo que hicimos o dejamos de hacer, de nuestras pequeñas heroicidades o nuestras grandes traiciones, nada, un cuerpo con identidad falsa donado a la ciencia para que los estudiantes de medicina rebusquen en las tripas el bazo o disequen con cuidado la arteria femoral. Se preguntarán el porqué de tantas cicatrices, la bala del hombro, los trozos de metralla desperdigados por la pierna derecha, los cortes de los brazos cuando quisimos por las bravas saltar los alambres de espino de Argelés y los Senegaleses nos lo impidieron ensartándonos con las bayonetas como a jabalíes acosados.
Pero a quién le importa, será un alivio no parasitar la memoria de nadie, no llenar de tristeza ningún sueño, que nadie pueda recordar nuestra voz a través de cualquier fotografía.


De vuelta a Londres, Evaristo me ha ofrecido su casa para quedarme cuanto quiera. Él quiere volver a España, a Jara con Dimitri y Heliodoro. Volver a hablar su idioma, a dormir la siesta en un canchal bajo la sombra de los robles y los castaños mientras chillan los mirlos, los arrendajos, los abejarucos, los rabilargos. Prepara el equipaje mínimo, unas camisas, unos pantalones, el viejo impermeable de algodón encerado que le compró Barea en Farlows y poco más. Dejará aquí sus libros, su colección de carteles, sus insignias, los papeles franceses, ingleses, holandeses y norteamericanos que dicen que fue un héroe en algún tiempo remoto, cuando apenas sabía leerlos. Duda si llevarse o no las pistolas, la Malincher austríaca que le regaló Jan y la Astra automática con su funda de madera que puede convertirse en culatín, ambas limpias, cargadas, dispuestas. Estos trozos de hierro que le salvaron tantas veces el pellejo, que nunca le traicionaron.
—Deberían estar en un museo —me dice— Creo que ya no voy a necesitarlas en España, quédatelas tú.
Me deja la casa, todos los objetos de su vida de exiliado triste. Evaristo Losar tiene ya sus documentos falsos, el pasaje de avión, un puñado de billetes verdosos y grandes en los que pone que el banco de España pagará mil pesetas a su portador, los ahorros de toda una vida de dependiente en una tienda de artículos de caza y pesca en Pall Mall. Solo le queda recibir la carta de Heliodoro o de Dimitri, pero ya no está aquí, ya no es un tranquilo jubilado inglés que da de comer a las ardillas cerca de Serpentine los días que no llueve sino un anciano español asustado que volverá a un país desconocido.

Un día lluvioso de principios de diciembre descubro que ya no está. Hace días que murió el enemigo, torturado por los médicos, después de una agonía que supongo terrible. Los fascistas todavía se niegan a creer que Franco ha muerto mucho antes de que dejara de respirar. Ellos también perdieron aunque los más listos, los más ricos tienen la certeza de que seguirán mandando durante muchos años bajo la sombra brillante y honrosa del dinero.  Me alegra que Eva no se haya despedido. Sólo una nota breve debajo de unas llaves: “te encargo que disfrutes despacio de mi bodega”. Durante toda su vida fue atesorando vinos de los lugares en los que estuvo luchando: Somontano, Cariñena, Requena, Almansa, Toro, Orusco, Ribera de Duero, Rioja, Valdepeñas. Leo las etiquetas en voz alta, mastico las palabras y siento en la lengua el sabor rico de unas sílabas que casi había olvidado. Me parece estar cantando, recitando palabras preciosas de un idioma remoto y perdido. Durante estos años compró todo lo que se publicó sobre la guerra en Ruedo Ibérico, Losada, Aguilar, Ariel, San Martín, Plaza y Janés, Ayuso, Grijalbo, Planeta, Espasa, Progreso y otras editoriales inglesas, estadounidenses, francesas, checas, alemanas. Una excelente biblioteca y una espléndida bodega que ocupan dos habitaciones enteras de su casa, perfectamente aislada y climatizada por él mismo que hubiera sido la delicia de cualquier anciano que quisiera ser feliz los últimos años de su vida. Pero no para él, no para el joven cazador, alimañero, anarquista, miliciano, espía, prisionero, héroe, guerrillero, dependiente de tienda, jubilado que ha soñado cada noche de su vida con el olor de las castañas asadas, los buñuelos de viento rellenos de crema, los churros calientes, los bulevares de Madrid, el sudor de las dependientas de vuelta del trabajo, cansadas pero llenas de risa de regreso en tranvía a los Cuatro Caminos. Tiene la imaginación llena de los campos de jaras, el ruido de los torrentes, el sabor de las cerezas y las truchas fritas, el perfume caliente del verano que viene de las encinas y el tomillo, el poleo y la lavanda casi seca, el ruido de las ranas y los grillos, el aroma fuerte del pimentón recién molido y el cuchicheo suave de las mujeres haciendo ganchillo en los patios frescos a la hora de la siesta. Todo lo que dejó en el pueblo y sin embargo siente tan íntimo, tan suyo, tan necesario.


Durante días he regado sus petunias y los geranios del invernadero y he bajado a pasear por el Physic Garden como el burgués apacible que pude ser. Algunos de los vecinos de Glebe Place me saludan como si me conocieran de toda la vida, todo es tranquilo y limpio en esta zona de Chelsea y solo la botella de vino que abro cada atardecer, los libros de Eva, los informes de Dimitri y las fotografías de Mera me abren el túnel de la pesadilla por el que voy caminando despacio, reacio, como si temiera caerme y no recordar el camino de regreso. A veces solo el sabor del vino, su calor en mi estómago es la mano amiga que me saca de los abismos a los que regreso. Persigo a Jan por las páginas de los libros y me encuentro siempre con muchos otros camaradas a los que ya había olvidado, converso con amigos y enemigos cuando ya la botella del día se acaba y estoy a punto de encontrar la clave de la traición. Durante las mañanas paseo por Londres, leo los diarios, disuelvo la resaca con café italiano y madalenas con moras. Siento que no sería difícil olvidar. Sólo un pequeño clic en mi cerebro, un interruptor diminuto con el que podría apagarse con facilidad la furia de la venganza ahora que todos somos viejos y estamos muriendo de enfermedades propias de los viejos, amnesia, reconciliación nacional, olvido y paz, reescritura aséptica de la historia. No sé por qué no dejo que el tiempo acabe de esconder la pestilencia de los muertos, de nuestro fracaso, de vencedores cansados y vencidos descoloridos, patéticos transeúntes de ciudades reconstruidas o pueblos extraños. Los hijos de los vencedores los echarán a patadas de sus poltronas, rechazarán su estúpida verborrea, yugos y flechas y a nosotros nos olvidarán los nuestros, hartos de tanta hiel y tanta tristeza acumulada.
Aquí estoy, acercándome cada día más a un fantasma que va tomando cuerpo. Recuerdo su voz, veo sus ojos en esa fotografía junto a Teodoro y Olga Havel, vestido de uniforme. Su cuerpo fuerte en esa otra junto a Gustavo Durán y Miaja, en la estática sonrisa que tiene su pasaporte francés cuando ya se llama Antonín Ziska y está a punto de asesinar a un grupo entero de fugitivos en el Pirineo, ese mismo grupo cuyos cadáveres momificados han descubierto su infamia después de tantos años y que me siguen mirando aunque cierre la carpeta de Dimitri y ponga sobre ella el grueso libro de Bollotten. Me resisto a creer que sea él quién estrecha con las dos manos la mano blanca de Heydrich. Es una fotografía demasiado borrosa o demasiado infame para ser cierta.

Ayer abrí la única botella de jerez que tenía mi amigo, un Palo Cortado cuya finura y aroma me recordó el olor del sueño de una mujer de la que he olvidado el nombre. Su sabor aterciopelado y su cuerpo alcohólico me lleva de pronto a una pequeña taberna de la calle Echegaray, en Madrid, en la que tomé él ultimo jerez acompañado de aceitunas y mojama arropado por el abrigo de cuero negro de “Casa Elorza” la antigua tienda de mi padre. Entonces el sabor del vino y las salazones en la boca me limpiaron la fatiga de tantas noches sin dormir escuchando el crujido de la helada, me aliviaron la desolación y la certeza de que Madrid era ya otra ciudad diferente y que el futuro ya nunca sería nuestro. Cuando tomé el tren en la estación del Norte, todavía con el regusto del vino en la boca, recordé el nombre de aquella mujer como ahora mismo lo recuerdo, Rosa Laviña. He leído su nombre en uno de los libros. La enfermera dulce y siempre risueña que conocí por primera vez en Argelés y que años después nos acogió en su casa de Montauban. Hubiera vivido con ella el resto de mi vida en cualquier parte. Su padre Martí Laviña había sido librero en Palafrugell y le había hablado algunas veces a su hija de mi padre el viejo Sebastián Elorza Breña en cuyos talleres de peletería siempre encontraron refugio perseguidos anarquistas. Su casa era el principal centro de distribución de publicaciones libertarias. Estuvimos en casa de Rosa y de su compañero Pedro alrededor de una semana. La madrugada antes de partir me despertó el gemido de su hija Diana que estaba enferma con gripe. Entré en su habitación, di a la niña un poco de agua  y se durmió al instante. Entonces entró Rosa en la habitación, tocó la frente de su hija que estaba ya por fin fresca, se acercó a mí y me besó con levedad en los labios agradecida por mi gesto y yo la besé de nuevo a ella con todo el deseo acumulado, se separó de mi despacio, —¡no seas tonto!—, perdonando mi instinto, sin más reproche que su sonrisa. Meses después murió su compañero pero yo no lo supe. Si lo hubiera sabido, habría regresado a Montauban para cortejarla y vivir con ella el resto de mi vida. Bebo despacio el Jerez y a cada trago imagino esa vida posible junto a Rosa Laviña. Ya no soy un fantasma sino un hombre corriente que lucha por un mundo mejor, ya no soy un verdugo solitario sino un amante paciente, un librero bondadoso que cree que las palabras impresas pueden conseguir la justicia y la libertad.
Estoy borracho, demasiado borracho de pasados futuros probables cuando veo entre los papeles revueltos sobre la mesa del escritorio un sobre sin abrir con sello yanqui, lo abro con el abrecartas descomunal de Evaristo, la bayoneta de un Mexicanski, desdoblo el papel y leo en ruso:

“para los amigos con memoria de La Hermandad”.

Aparto el folio y descubro la página de una revista americana de caza, bebo la última copa de vino que mi cuerpo acepta y me sobreviene una arcada. Vomito en la papelera y el olor ácido me limpia el cerebro de estúpidas ilusiones amorosas. Leo la página impresa, el estúpido relato de una cacería de ciervos en Argentina escrito con el estilo vanidoso y descriptivo del típico norteamericano con una indigestión cerebral de Hemingway con fotos abundantes para ilustrar la masacre y poder presumir ante los vecinos de las cuernas del venado, la peligrosidad del pobre puma abatido o la furia del anciano jabalí reventado con una bala Weatherby. En la última foto, la más pequeña del reportaje, los cinco cazadores posan junto al anfitrión y dueño de la Estancia Alianza, el señor Pavel Màjek. Vomito de nuevo por el pasillo camino del retrete. Me lavo la cara con agua helada y me miro al espejo. Veo a un hombre con el rostro mucho más viejo que el de Jan en la revista. Un tipo en quién no me reconozco y que me mira con desprecio desde detrás el cristal. (...) (de: "Los últimos Hijos del Lince")








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