jueves

CUENTOS


Agotado. El sol calienta los últimos minutos del atardecer. El pescador se sienta sobre una piedra pulida con vistas a un largo tramo de río. El musgo seco está caliente. El sonido del agua es bronco y duro, se desliza por el aire igual que el martín que vuela rapidísimo hasta el recodo del fondo.

Le gusta sentir el tiempo, cerrar los ojos, tocar el tacto suave del corcho de la caña. A veces teme que todo eso desaparezca para siempre. Ahora sabe que es posible. O teme que él no pueda bajar y ya sólo exista la música del agua en su memoria. Se siente vulnerable. Antes nunca.

Entonces ve a su hijo pescador salir a lo lejos en la curva del recodo. Camina entre las piedras como si danzara los compases de una música ancestral. No mira otra cosa que el agua, sus pies, los oscuros remansos junto a los remolinos donde acechan las truchas. Sube despacio, sin dejar ningún lugar sin registrar. Todo le parece frágil en el atardecer menos él y el agua. El joven pescador camina con gracia por las piedras complicadas de la orilla, esquivando las zonas muy pulidas, los canchos mojados y peligrosos, las ramas bajas de los sauces. Desde tan lejos puede sentir que el chico es incansable, que su sangre fluye como fluye el río, de forma potente y descuidada, con toda la fuerza de la primavera y la adolescencia. Tarda media hora en subir pero la tarde se hace larga, la luz se estira dentro del tiempo. 

Cada noche, todas las noches, durante muchos años, hasta que él comenzó a ver o leer libros por su cuenta, le contaba un cuento. Se esforzaba siempre en inventar una historia perfecta, de personajes verosímiles aunque fueran monstruos, animales, guerreros o peces... Tenían las historias sus momentos de acción, de sorpresa, de intriga, su final feliz y su magia. Cada noche, durante muchos años, inventó docenas, cientos de cuentos, siempre distintos. No importaba lo cansado, triste o aburrido que estuviera. El baño, la cena, el pijama, el cuento. El hijo nunca quería que le leyera los cuentos impresos que le regalaban. Siempre quería cuentos inventados y él se esforzaba, ponía en ello toda su imaginación, sus ganas, su voluntad, su alma. Ponía mucho más que la vida gastada en el trabajo o en su pareja o en escribir. Y esa tarea, ahora se da cuenta, siempre fue un placer intenso e intimo. Hoy no recuerda ninguno. Tampoco el hijo recuerda todas esas noches de meterse en el sueño con todas aquellas historias que inventaron para él.

De igual forma, desde muy pequeño, el hijo ya pisaba los ríos de su mano detrás del amanecer y de los peces. Una vez el padre pensó que todos esos momentos los borraría el tiempo como antes olvidaron ambos todos aquellos cuentos. Por eso comenzó a escribir, en este pozo oscuro de agua limpia, de esos días en los que pescan juntos, para que los años no les dejen desnudos y vacíos. 
Hay una forma de olvidar necesaria, otra triste, otra, peor aún, motivada por la enfermedad y la vejez y otra causada por no considerar la memoria como un valioso tesoro. Desde entonces, cada día de pesca, lo engarza con palabras escritas como si fuera un diamante. Pasa el tiempo y entonces, a veces, saca la piedra y la ve brillar al sol como aquel día.

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