miércoles

QUID PRO QUO



Pensó que no merecía el río. Quizá tanta belleza sólo debía de ser privilegio de sabios antiguos que hubieran recorrido el mundo a pie la vida entera en los tiempos de la lentitud, antes que los hombres inaugurasen las diversas forma malditas de cambiar los climas y los ríos. 

Quizá tanta quietud sólo debía ser un derecho para aquellos duros nómadas por tierras siempre inhóspitas. Tal vez tanta belleza debía de ser cuidada igual que se cuidan a los hijos o algunos mínimos recuerdos.

Sobre la orilla lavada por las últimas crecidas ve pedernales rotos, puntas de flecha a medio hacer, un pequeño arpón de hueso lleno de dibujos geométricos que el pescador no toca. Todas esas reliquias de un mundo olvidado se exponen sobre un grueso tapiz de musgo, grava limpia y pedazos quemados de raíces de brezo. El pescador siente que los nombres antiguos de las cosas, los peces, la quietud o la belleza se han formulado con sonidos y voces distintas mil veces, en eras y siglos que aún no se contaban. Sólo coge del suelo una pequeña punta terminada y deja a cambio entre la arena un anzuelo grande que ha llevado muchos años como amuleto en uno de los bolsillos del chaleco. Quid pro quo. Susurra.

Le gusta pasar los dedos por este musgo grueso que cubre las orillas, suave, muy húmedo, mullido como un futón japonés. Debajo de las pequeñísimas flores pardas se muestran miles de tonos verdes. También le gusta tocar la flecha de silex y viajar mucho más allá, cuando por este mismo cielo sólo volaban libélulas gigantes. Imagina que las libélulas que en verano se elevaban sobre las cicutas seguirán en este río cuando de los hombres no quede nada, ni siquiera el hormigón con el que construyeron los últimos muros de una civilización que se demostró estéril, destructiva e irresponsable.

El pescador mira a lo alto, hacia donde nace el río, saliva transparente de glaciares arruinados,  nieves furiosas que el sol de marzo ha ido derritiendo con sus besos, agua viajera que llegó un día aventada desde los océanos y escondida en las tormentas, fósil líquido que se ha ido filtrando desde los neveros subterráneos gota a gota durante siglos, desde los cimientos de Gredos hasta sus dedos y su boca.

Le regala la punta de flecha a su hijo. Otros hombres miraron hace mucho tiempo todo esto como ahora lo miramos tu y yo. Con el mismo respeto y cuidado.
Y el hijo pescador, feliz con su amuleto de pedernal.

martes

RÍO MANZANARES


“La Forja de un Rebelde” de Arturo Barea. Gracias a él conocí el “otro” Río Manzanares. No recuerdo un libro que me produjera tanta emoción. Debía de tener quince años. Arturo era extremeño-madrileño. Es in escritor imprescindible para entender como era la España de antes de la guerra civil. Luego "tomó partido hasta mancharse" y gracias a Ilsa, el amor de su vida, se hizo escritor.

“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño. Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora Encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones,donde están los «veintes», los «treintas» o los «sesentas». Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tienen todos el mismo número.

Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia. Son los equipos de los soldados de la Escolta Real, los únicos soldados que tienen  sábanas para dormir. Todas las mañanas pasan por el Puente del Rey los soldados de la escolta, a caballo, rodeando un coche abierto, donde va el príncipe y a veces la reina. Primero sale del túnel un caballerizo que avisa a los guardias del puente y éstos echan a la gente. Después pasa el coche con la escolta, cuando el puente ya está vacío. Como somos chicos y no podemos ser anarquistas, los guardias nos dejan en el puente cuando pasan. No nos asustan los soldados de la escolta a caballo, porque estamos hartos de ver sus pantalones. El príncipe es un niño rubio con ojos azules, que nos mira y se ríe, poniendo cara de bobo. Dicen que es mudo y que se pasea en la Casa de Campo entre un cura y un general con bigotes blancos, que le acompañan todos los días. Estaría mejor aquí, en el río, jugando con nosotros. Además, le veríamos en pelota cuando nos bañamos, y sabríamos cómo es un príncipe por dentro. Pero parece que no le dejan. Una vez se lo dijimos al tío Granizo, el dueño del lavadero, porque él tiene confianza con el guarda mayor de la Casa de Campo que a veces habla con el príncipe.
Me estoy aburriendo porque no baja ninguna pelota y nos hace falta una para jugar esta tarde. Es muy sencillo pescar una pelota. Delante de la casa del tío Granizo hay un puentecillo de madera, hecho con dos rieles del tren atravesados y cubiertos de tablones, con su barandilla y todo, pintado de verde. Allí pasa un río negro que sale de un túnel debajo del Puente del Rey; este túnel y este río son la alcantarilla de Madrid. Todas las pelotas que pierden los chicos en las calles de Madrid, porque se les cuelan por las bocas de las alcantarillas, bajan flotando, y nosotros, desde lo alto del puente, las pescamos con una manga hecha de un palo largo y la alambrera vieja de un brasero. Una vez cogí una de goma pintada de colorado. Al otro día, en el colegio, me la quitó Cerdeño y, como es mayor que yo, me tuve que callar. Ahora que le costó caro: le metí una pedrada desde lo alto de la corrala; ha llevado una venda tres días y le han tenido que coser los sesos con hilo. Claro que no sabe quién ha sido; pero, por si se entera, llevo siempre una piedra de puntas en el bolsillo, y como me quiera pegar, le van a coser otra vez. Antonio, el cojito, se cayó una vez desde el puentecillo y por poco se ahoga. Le sacó el señor Manuel, el mozo del lavadero, y le apretó la tripa con las dos manos. Comenzó a echar agua sucia por la boca; luego le dieron té y aguardiente. El señor Manuel, como es un borrachín, se bebió un trago grande de la misma botella, porque se había mojado los pantalones y decía que tenía frío. Nada, que no baja ninguna pelota; me voy a comer, que me está llamando mi madre. Hoy comeremos al sol sobre la hierba. Esto me gusta más que los días que no hay sol y hace frío; entonces comemos dentro de la casa del tío Granizo. Es una taberna con un mostrador de estaño y unas mesas redondas que todas están cojas: se cae la sopa y además el brasero da un tufo inaguantable. No es un brasero, es un anafre muy grande,con una lumbre en medio y con los pucheros de todas las lavanderas alrededor. El puchero de mi madre es pequeño, porque no somos más que dos, pero el puchero de la señora Encarna parece una tinaja. Son nueve y tienen por plato una palangana pequeña. Se sientan todos alrededor y van metiendo la cuchara por turnos. Cuando llueve y comen dentro, se sientan en dos mesas y reparten la comida entre la palangana y una cazuela de barro muy grande que el tío Granizo tiene para guisar caracoles los domingos. Porque los domingos no hay lavadero y el tío Granizo guisa caracoles; por la tarde bajan hombres y mujeres a bailar aquí y meriendan caracoles y vino. Un domingo nos convidó a mi madre y a mí, y yo me hinché de comer.

Mi madre tiene las manos muy pequeñitas; y como toda la mañana desde que salió el sol ha estado lavando, los dedos se le han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy brillantes. Algunas veces las yemas se le llenan de las picaduras de la lejía que quema. En el invierno se le cortan las manos, porque cuando las tiene mojadas y las seca al aire, se hiela el agua y se llenan de cristalitos. Le salta la sangre como si la hubiera arañado el gato. Entonces se da glicerina en ellas y se curan enseguida. Cuando acabemos de comer vamos a hacer la carrera de autos París-Madrid con las carretillas de llevar la ropa. Le hemos quitado cuatro al señor Manuel, sin que se entere, y las tenemos escondidas en la Pradera. No quiere que juguemos con ellas, porque pesan  mucho y dice que nos vamos a romper una pierna; pero es muy divertido. Tienen una rueda de hierro delante que chirría al rodar; uno de nosotros se monta encima y otro empuja a todo correr, hasta que se cansa; entonces vuelca de repente la carretilla y el que va encima se cae. Una vez hicimos así el choque de trenes y el cojito se machacó un dedo. El pobre es un desgraciado: su padre le dio un palo y le dejó cojo; como he dicho,se cayó de la alcantarilla; como es cojo y no desgasta más que una bota, su madre le hace ponerse las dos botas del mismo par, una cada día, para que las desgaste por igual. Cuando le toca la del pie izquierdo, que es el que le falta, se queda cojo de los dos pies y tiene mucha gracia verle correr colgado de las muletas.

En el barrio tenemos los chicos un auto. Es un cajón con cuatro ruedas y las dos de delante tienen un guía con una cuerda. En él bajamos corriendo la cuesta de la calle de Lepanto, que es muy larga. Cuando llegamos abajo,con la velocidad seguimos corriendo por el asfalto de la plaza de Oriente. El único peligro es que abajo, en la esquina, hay un farol; Manolo, el chico del tabernero, se pegó un día contra este farol y se rompió un brazo. Pegaba muchos gritos, pero no debió de ser una cosa muy grave, porque le pusieron el brazo en escayola y sigue montando en el auto. Sólo que ahora tiene miedo: cuando llega al final de la cuesta, frena con el pie contra la acera. La pradera donde hacemos la carrera de autos se llama el Paseo de la Virgen del Puerto. Es una pradera toda llena de hierba, con muchos álamos y castaños de Indias. A los álamos les arrancamos la corteza y debajo les queda una mancha verde clara que parece que suda; los castaños dan unas bolas llenas de pinchos que tienen dentro las castañas,pero no se pueden comer, porque duelen las tripas. Nosotros, cuando cogemos algunas,las escondemos en el bolsillo, y cuando vemos que otro está agachado se la tiramos al trasero. Los pinchos se le clavan y le hacen saltar. Una vez partimos una por la mitad y metimos la cáscara, partida en dos, debajo del rabo de un burro que estaba comiendo hierba en la pradera. El burro corría por todas partes soltando coces y no se dejaba coger ni por el amo. No sé por qué llaman a esto la Virgen del Puerto. Claro que hay una virgen en una ermita pequeñita. Vive allí un cura muy gordo que algunas veces viene a pasear por la alameda y se sienta debajo de un árbol. Vive con una muchacha muy guapa que las lavanderas dicen riendo que es su hija, pero que él dice es su sobrina. Un día le he preguntado al cura por qué se llama la Virgen del Puerto y me ha dicho que por ser la virgen de los pescadores, y cuando éstos naufragan, rezan y se salvan; o si se ahogan, van al cielo. No sé por qué la tienen en Madrid y no la llevan a San Sebastián, donde hay mar y pescadores. Yo los he visto hace dos años cuando me llevó el tío en el verano. Aquí en el Manzanares no hay lanchas, ni pescadores, ni se puede ahogar nadie, porque el agua llega a mi cintura en lo más hondo. Parece que la virgen la tienen aquí para todos los gallegos que hay en Madrid.

En agosto, los gallegos y los asturianos vienen a la Pradera y cantan y bailan al son de las gaitas; meriendan y se emborrachan. Sacan la virgen en procesión por la Pradera y van detrás tocando sus gaitas. Los chicos del hospicio bajan también y tocan la música en la procesión. Estos son unos chicos sin padre ni madre; los tienen allí asilados y les enseñan a tocar música. Cuando no tocan bien la trompeta, el que les enseña les da un puñetazo en ella y les rompe todos los dientes. He visto a uno que no los tenía, pero que tocaba muy bien el cornetín; sabía hasta tocar las coplas de la jota solo. Se callaban todos los demás y entonces él, con la trompeta, cantaba la jota y la gente aplaudía. Saludaba y luego las mujeres y algunos hombres le daban perras a escondidas, para que el director de la banda no lo viera y se las quitara. Cuando tocan así en las procesiones, les pagan. Los cuartos se los guarda el profesor, y a ellos no les dan más que las sopas de ajo del hospicio. Además tienen piojos, y los ojos con una enfermedad que se llama tracoma, que es como si se los hubieran untado con grasa de salchicha; algunos tienen calvas de tiña en la cabeza. A muchos de ellos les echó su madre a la Inclusa cuando eran de pecho. Ésta es una las cosas por que yo quiero mucho a mi madre.

Cuando murió mi padre, éramos cuatro hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre -según me ha contado- que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vive con mi hermana Concha. A mi hermano José -el mayor- le daban de comer en la Escuela Pía. Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso, que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid. Yo voy a la buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja beata muy gruñona que no me deja en paz.

Por las tardes me hace ir al rosario con ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche. Ahora en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar el día en el campo. Cuando mi madre acabe de recoger la ropa, nos iremos a casa por la Cuesta de la Vega. Me gusta el camino, pues pasamos bajo el Viaducto, un puente de hierro muy grande que cruza por encima de la calle de Segovia. Desde allá arriba se tira la gente para matarse. Yo sé dónde hay una losa en la acera de la calle de Segovia que está partida en cuatro pedazos, porque se tiró uno y pegó con la cabeza. La cabeza se hizo una torta y la piedra se rompió. Han grabado una cruz pequeñita para que se sepa. Cuando paso por debajo del Viaducto, miro a lo alto por si se tira alguno, porque no tendría gracia que nos aplastara a mi madre y a mí. Todavía si cayera encima del talego que lleva el señor Manuel, no se haría mucho daño, porque es un talego muy grande, más grande que un hombre. Como yo hago la cuenta de la ropa con mi madre, sé lo que cabe: veinte sábanas, seis manteles, quince camisas, doce camisones, diez pares de calzoncillos, en fin, una enormidad de cosas".

viernes

HORMIGA DE ALA


Foto y montaje de: Paco Redondo

El pescador contempla los ocres y amarillos de los árboles que se van durmiendo, el paseo precavido de un pequeño ratón recolectando diminutas bellotas y olivas, las setas que han salido al pie del chaparro y que entrelazan sus hifas con las raíces capilares de todos los árboles en una inmensa simbiosis invisible que sigue maravillando a los botánicos. El río desemboca más abajo en el embalse. Allí es más ancho y a la fuerza manso. Antes de lanzar el señuelo a un barbo que ha subido a beberse una hormiga, el pescador detecta en la ladera de enfrente las pisadas precavidas de una cierva, sus ojos descubren también un pequeño hormiguero del que salen grandes hormigas rojizas en ordenada fila de ida y vuelta afanadas en llenar la despensa y tiene cuidado en no pisarlas ni estorbar su camino. Junto a ellas ha tejido su redecilla cazadora una araña verde que puede verse bien gracias a las diminutas gotas de rocío que perlan su obra. El viento ha acumulado la hojarasca en la ribera derecha del río. Días antes los jabalíes han levantado la capa de hojas y humus bajo la que se esconden sus golosinas preferidas, castañas ya maduras, trufas y criadillas de tierra, bellotas dulces y larvas de escarabajo. Este metro de orilla, de dehesa de encinas y alcornoques que se acercan hasta el agua, salpicadas de robles y jaras, tomillares, helechos y juncales alberga todo un inmenso mundo a poco que el pescador sepa mirar y adivinar la vida que bulle allí abajo, tan cerca. La maravilla que se organiza en tan poca tierra llenaría miles de páginas de estudios botánicos y zoológicos. A pesar de que la ciencia lleva investigando esa minuciosa relación ecológica mucho tiempo, apenas ha escarbado en la superficie de lo que allí ocurre y porqué y cuándo y cómo.  Sobre él planea ahora un buitre leonado a poca altura. Conoce los principios físicos de la dinámica de fluidos que permiten a un torpe animal de diez kilos mantenerse flotando en la nada, pero no puede dejar de sentirse asombrado y maravillado por la elegante forma que tiene de volar aprovechando el invisible flujo de las primeras térmicas del día. Y así el espectáculo continúa imparable a cada instante. 
Al agacharse a recoger una hormiga de ala para buscar en su caja alguna parecida, descubre el brotecillo tierno de una nueva encina que se atreve a salir, madrugadora, burlando los ramoneos meticulosos de los herbívoros, las heladas por venir, los secos días de octubre y noviembre que le esperan. Tal vez tenga suerte y dentro de cien años sea un joven árbol grande de hojas duras y resistentes que seguirá manteniendo este pedazo de tierra con vida y tal vez, bajo ella, otro pescador aguarde a que llegue la lluvia. Quién sabe.

Ha encontrado en una de las cajas una hormiga similar a la muerta y ha lanzado al lugar donde el barbo acecha escondido. El pez ha subido muy franco y pelea con rabia. Bajo el agua hay también otro mundo, el espejo de este en el que el pescador camina y respira. Corre por la orilla, acorta la distancia, toca al pez. Allí abajo, cerca de donde ha podido acercar el barbo por fin a la orilla, pueden verse las primeras encinas sumergidas y muertas. En otro tiempo el pequeño río desembocaba en el Tajo. Hoy lo hace en un pantano de aguas verdes que a veces huele mal. No muy lejos, en un islote que creó la pantanada, ha construido la especulación una urbanización que se dice de lujo. El pescador no ve lujo en ser propietario de un mordisco de tierra y una casa de estilo difuso rodeada de agua verdosa. Hay que ser muy imbécil para creer ese cuento. Solo hay lujo en los ríos que corren, en esta orilla sin nadie, en descubrir el hormiguero, las setas, la araña, la pequeña encina que nace.





martes

DILUVIO II


¿Cuantas veces vamos a tropezar después?, a caernos al agua, a mojarnos, a sentir la desolación, el dolor, la frustración, la desilusión o el sordo dolor de seguir vivos.

Mañana de lluvia. Tormenta tras tormenta, gotas gruesas y la garganta que va creciendo a ojos vista. Mi hijo el pescador aguanta estoicamente tanta agua, el diluvio segunda parte. Tropieza, cae y el agua se le cuela por las botas. Toca escurrir los calcetines y los pantalones y reírse un rato. Nunca se había caído al agua y hoy no era el mejor día. Luego se cae en la selva de la orilla varias veces más. Es importante tropezar, descubrir pronto que cada paso cuenta, que las zarzas hieren y el agua suele estar helada. Le doy la mano mientras subimos los pasos peligrosos, pero donde sé que no hay peligro no me importa que tropiece. Ni le miro, no le digo nada, como si caerse fuera algo normal cuando se sale a pescar. También de vivir.

Yo con dieciséis años me creía un pescador experto. No lo era, pero si era un lanzador con buena puntería. Era capaz de dejar el señuelo suavemente en un hueco de diez centímetros que había entre dos piedras a treinta metros de distancia. Y lanzar con una mano colgado con la otra de una rama. Y nadar con la caña entre los dientes a primeros de marzo para cruzar un río demasiado crecido. Muchas, muchas veces pude matarme por ahí por pescar solo en lugares realmente peligrosos. Salía de la discoteca a las cinco de la mañana y a las seis y media ya estaba en la garganta esperando a que amaneciera después de andar seis kilómetros a oscuras con las botas altas puestas. Vaya ejemplo para el hijo pescador. Si, cogía muchas truchas y muchas truchas buenas, pero se me escaparon las más grandes. No era un buen pescador aunque si era un incansable depredador. Era irónico que mi mayor competidor por aquel entonces fuera el dueño de la discoteca. Siempre cogía más, siempre estaba en el río, en el mejor charco, lanzando con más habilidad entre la maleza con su pequeña caña de menos de metro y medio. Caminar garganta arriba después de haber estado hasta las cinco de la mañana de ligoteo, cubata va, cubata viene era una práctica de riesgo. Más de una vez y más de tres acabé en el agua. Le digo al hijo pescador: El agua helada es el mejor aprendizaje y es lo mejor contra las resacas. Y se ríe.