martes

AMUR


Hordas de turistas pasaban de cuando en cuando a su lado. Z. se sentó en el banco señalado frente al lago Serpentine en Hyde Park. Pocos minutos después llegó el vendedor que, sin decir nada, le metió en su pequeño macuto entreabierto un ejemplar usado de una novela de Salter sobre pilotos en la guerra de Corea. A los pocos segundos se levantó y se fue. Z. abrió la novela y pudo contemplar el grueso mechón de pelo anaranjado y vaporoso. Luego cerró las páginas del libro y se levantó también. Comenzó a caminar por la orilla del lago hasta que el vendedor chino se unió a su paseo. Le entregó el pequeño enrollado de libras sin parar, sin mirarle a la cara, como si distraídamente sus manos se hubieran rozado. Mil libras en billetes de cincuenta por un pequeño mechón de pelo de tigre de Amur de unos pocos gramos de peso. Una ganga.

Entre los montadores de élite corrían siempre rumores, leyendas peligrosas, mitos que a todos interesaba no difundir. Una cosa eran las moscas montadas para exhibiciones públicas o la venta legal y otra el tráfico secreto de otras moscas muy apreciadas por algunos pescadores de abultada chequera, superstición ciega o coleccionismo enfermizo. Señuelos montados con las llamadas plumas “de sangre”, plumas de aves o pelo de seres casi extintos. De animales y pájaros protegidos y cuyo tráfico era ilegal pero también invisible. A quién le preocupa un manojo de plumas de colores.

Cuando llegó al hotel, Z. pudo contemplar a placer el mechón de pelo, de un color naranja dorado. Por la tarde tomó un taxi hasta el aeropuerto. Esa misma noche estaba ya en su casa de Durness montando ya algunos tricópteros con el pelo del tigre más grande y más raro del mundo. Un animal a punto de extinguirse y que vive en las más remotos bosques helados de Siberia. Allí algunos cazadores sin escrúpulos desafían a los guardabosques y les ponen lazos. Luego limpian sus huesos, los dejan secar y los venden por muchos miles de dólares a oscuros traficantes chinos que se acercan de cuando en cuando a la frontera Manchú. También venden las pieles que suelen acabar en palacios con vistas al desierto de Arabia. Cuando el animal es pequeño tampoco es mal negocio su venta, un hueso es un hueso y todos se convierten en polvo para la medicina tradicional china, pero la piel de esos otros tigres no decorará el salón de ningún jeque, el pellejo se partirá en varias tiras y luego se venderán trozos de piel como de medio palmo que los traficantes convierten en mechones de pelo que parecen pequeñas brochas.

Z. era un montador mi apreciado entre los pescadores ingleses y americanos ricos que pescaban moscas en ese mercado gris, no tanto por la perfección de sus montajes como por las exquisitas plumas que sabía conseguir. Cierta pluma brillante e insumergible del Mérgulo Jaspeado o de la Cerceta Malgache o del Pato de Meller o la Malvasía Cabeciblanca o de una cría del Pingüino del Cabo o de la espalda de un Pingüino de Sclater. El moñicle blanco de la cresta de un Ibis Nipón, las puntas de la Chocha Moluqueña o el Autillo de Flores, las aterciopeladas plumas carbón de la Cerceta de Campbell, el suave amarillo de la Mascarita Transvolcánica o el amarillo intensísimo del Tucán Ariel, el dulce bermellón del Turpial de vientre rojo o de la Rosella Elegante  o las preciosas plumas de pecho del Guabairo o las plumas de las colas de la Cacatúa Bankasian. El verde mágico del Quetzal, las plumas blancas barradas del Faisán Plateado, el verde metálico de la Paloma de Nicobar, el plumaje multicolor entero de un Monal Colirrojo o un Pavo Ocelado, los pequeños ojos blancos de un Tragopan de Blyth, las plumas ojo verde del Espolonero de Borneo, la riñonada azul acero del Faisán Vietnamita o del cuello del Faisán macho de Edwards o de la Irena o de la Pitta de alas azules o del Cotinga Cayana. Los bigotes blancos de una avutarda India o de una avutarda de Cori… Aves raras, amenazadas por la extinción que sin embargo se seguían cazando por sus plumas y que él utilizaba para montar sus moscas salmón. De eso vivía.

Los tricópteros de pelo de Tigre de Amur se los había encargado un maniático cliente de Texas, aunque ahora, las veinte moscas ordenadas en formación dentro de bonita caja de madera de cebrano podían haber estado hechas con el pelo de una ardilla o de un perro chouchou y nadie hubiera notado la diferencia. O tal vez sí. Eso a Z. ya no le importaba, apenas recordaba sus tiempos de ornitólogo de campo marcando pollos de avutarda en la estepa manchega o sus andanzas por el bajo amazonas fotografiando tucanes.  Sólo es un negocio, pensó para sí, no matan los tigres para hacer moscas con su pelo sino por sus malditos huesos. Abrió una botella de Garioch Glen del 58 mientras contemplaba el cuadro  de William H. Riddel, un grupo de gangas mimetizadas entre las hierba seca que le recordaba siempre aquellos tiempos en los que aún no era un delincuente, un gánster, un maldito traficante de plumas.



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