miércoles

ARAL


Bien que no los decía el viejo Hamster, tras cuarenta años puliendo basura al servicio del extinto y sucesores. La obligación de un diplomático es saber comer, seducir con eficiencia y tocar el piano con emoción. Lo demás no importa. Bien que lo sabes tú. A los diplomáticos no nos pagan por trabajar sino por estar y hacer lo mínimo. He calculado dos horas de trabajo al día, casi todo papeleo de ordenar, corregir alguna coma, aportar alguna palabra al escrito. Luego Chopin, este mes toca Chopin, soltarme de una vez con el vals Op. 18 n.1, la Impromptu op.66, la sonata Op. 23 n.1 y la Op. 66. , llegar a la emoción. A veces, una vez al año, y eso ya es excesivo, he solucionado alguna pifia, nuestra o de los aliados, esos hijos de puta, que decía también Hamster. Ir con la fregona a limpiar mierda, chupar alguna polla, lubricar con unos millones el agujero de alguna voluntad. Todas esas cosas repugnantes que hacemos los diplomáticos y de las que no podemos hablar, ni decir, ni escribir con la sinceridad con la que te escribo aquí, que para eso nos pagan y nos dejan tocar el piano toda la mañana.

Vozrozhdeniya por ejemplo. Sigo teniendo ganas de saber qué cabrón del servicio, que malnacido organizó la telaraña para conseguir que fuera yo. Tras años de pesquisas he conseguido un documento remitido por un genérico “Jefe de Misión en Washington” ¿Fue el inútil de R. o el macarra de I.? Sé que tu lo sabes, uno de los dos fue.  Claro, yo había estudiado farmacia, bueno estuve tres años en Washington, tres años en Moscú, se sabía mi affaire con Ivana la perra. Hablaba bien ruso ¿bien?, tenía amigos allí ¿quiénes?, ayudé a un primo de Ivana, que era un veterano gangster del patido, a que no le tiraran al Moscova en pleno deshielo y mira ahí lo tienes, asesor ahora de Vladímirovich Putin en gestión de crisis. Todo eso se sabía y por eso me tocó Vozrozhdeniya. Casi veinte años de carrera, un montón de difíciles servicios prestados con eficiencia y me mandáis a una maldita isla fantasma venenosa acompañado de un pringado de Fort Detrick. Llamé a Ivana, claro y le largue toda la historia. A estas alturas no podemos andarnos con secretos ella y yo. La he comido el coño doscientas veces y otras doscientas se lo comería si tuviera ocasión. Fue ella la que me sugirió pedir una gratificación, un plus de peligrosidad en efectivo, doscientos cincuenta mil euros en bonos alemanes y una seguro de vida que cuando leí la cantidad me dieron ganas de morirme e intentar cobrar la prima. seis millones. Es poco. Dijo Ivana. Poco, a finales de los noventa la KGB y el resto de engendros ya estaba por aquel entonces acaparando a manos llenas, vendiendo las joyas de mamá Rusia, comprando por cero las empresas, compañías, minas y negocios soviet que daban beneficios. Poco, no lo digo por mi, lo digo por lo que han cobrado otros diplomáticos de los tuyos por enjuagues muchos más fáciles. Me dio nombres, claro, los tengo apuntados junto con ciertos documentos que he ido copiando aquí y allá, por si acaso, el futuro es incierto amigo mío. 

Te refresco la memoria, septiembre del 2001, ese montón de cartas con polvitos que enviaron a ABC News, CBS News, NBC News, New York Post, National Enquirer y a Tom Daschle y Patrick Leahy. Dos docenas de personas infectadas, cinco muertos, un revuelo mundial, paranoia planetaria, millones y millones de dólares gastados en desinfectar luego las oficinas de correos. Ántrax, carbunco, mierda, esporas de bacillus anthracis. El FBI, los matasanos de Fort Detrick, la marina, la CIA, su puta madre tienen a miles de expertos, pero no, necesitan mandarme a mi con un tupperware de seguridad biológica a por una muestra de ántrax a una isla leprosa en el mar de Aral. Una isla fantasma en un mar que ya no existe. Con un sistema EPIs del tipo HEPA de alta eficiencia, equivalente al P3 de los nuestros y un par de trajes de plástico metidos en un bonito maletín amarillo limón, tan discreto, dando el cante en todos los aeropuertos. Ivana la perra se descojonaba cuando me revisó el equipo. Me lo cambió por otro ruso, feo, con los filtros reciclados, caducado pero aún efectivo contra el esporas. Ivana sigue guapísima, la he visto hace poco en Berlín y sigue superfollable, pero entonces, con menos de cuarenta años, el pelo paja a lo garçon, un cuerpo de atleta miss Cáucaso y la inteligencia de Kasparov no necesitó muchas artes para llevarme al huerto. Y encima se preocupa por este gilipollas español aliado de sus, hasta hace dos telediarios, archienemigos yanquis. Con ella reconozco que era un mediocre amante, un mal bebedor de esos licores de sapo que beben los rusos, un tío egocéntico y chuloputas que es marca de la casa de todo el cuerpo diplomático español. Pero Ivana entonces y después, por nada, me cuida, me da un traje seguro, avisa a su gente para que no toque los huevos durante el viaje a la Isla de Nunca Jamás. ¿amor?, si, eso es amor, joder. Tu no has estado en Uzbekistán, la mítica tierra de los Samánidas. El viaje desde Moscú hasta Taskent de más de cuatro horas en una cafetera Tupolev fue ¿incómodo? Nos alojaron en unos apartamentitos infectos anexos a la embajada americana para descansar unas horas, pero luego el soldadito de Fort Detrick se negó a seguir el viaje, no quiso pisar la isla. Era un tipo sensato. Un héroe. Él sabía muy bien lo que había en aquel lugar y estoy seguro que se inoculó algún potingue para enfermar de pronto. Diarrea, fiebre, deshidratación. Se metió en la cama como la abuela de caperucita, arropado hasta las orejas y el médico de la embajada acojonado. Aunque era finales de septiembre hacía mucho calor, casi cuarenta grados, a lo mejor se puso enfermo de verdad por haber comido unas brochetas de cordero seboso que compartimos. No lo sé. Solo sé que salí sólo, de noche, de Taskent en un todo terreno y con un conductor que me agenció Ivana. La embajada yanki no tenía ni idea de qué hacíamos allí, viva la coordinación gubernamental. ¿Carreteras? Un viaje de cientos de kilómetros cruzando la frontera de Kazakstán una y otra vez por carriles sin asfaltar, una ruta restringida, prohibida, invisible, por un desierto pelado. Un desierto que había sido hacía pocos años el cuarto lago más grande del mundo. 
Paramos a medio día para descansar y comer algo. El conductor armó una lona atada del techo del coche para tener sombra y nos zampamos un sobre de raciones MRE, carne de ternera en salsa, unas chocolatinas y una bolsa de pasta de cacahuete. ¿Has comido alguna vez una MRE? Seguro que no. Entonces recibí una llamada en el teléfono vía satélite. ¿Erais vosotros para interesaros por mi salud y mis desventuras? No, era Ivana la perra. Tenía muy estudiados los planos del centro de investigación llamado Aralsk-7, las zonas en las que recoger las muestras, los documentos que entregar a los soldados que vigilaban las instalaciones. Sería media hora, una hora como máximo y adiós. Pero acojona ir a cien por hora por el fondo del mar. Ya sabes, en los años sesenta el mar de Aral era un enorme lago de sesenta y seis mil kilómetros cuadrados, mil kilómetros cúbicos de agua, se pescaban cuarenta mil toneladas de peces,  esturiones, carpas, rutilos, barbos y había más de cien especies endémicas. Entonces Vozrozhdeniya  si era un a isla. Pero se cortaron y canalizaron los ríos Amu Daria y Sir Daria para regar  cultivos de algodón en Uzbekistán y Kazajistán y luego se vertieron al mar toda clase de mierdas, fertilizantes y residuos industriales y el mar desapareció, se secó.

En la isla se montó un laboratorio secreto donde se experimentaba con armas biológicas de todo tipo, a los soviéticos les encantaba jugar con fuego a la ruleta rusa, es un chiste, ja, mira Chernobil. Ese laboratorio se llamó Aralsk-7, una verdadera ciudad cerrada que no figuraba en los mapas, rodeada de lanchas y patrullas que evitaban cualquier visita inesperada. En el pequeño informe que me dieron los yankis, media cuartilla, ponía que habían experimentado con ántrax, la fiebre Q, el botulismo y todo tipo de chucherías…  Cayó la URSS, el mar de Aral terminó de secarse y la isla fue abandonada por los rusos en el noventa y uno. Los almacenes y los contenedores de esporas de ántrax no fueron destruidos ni cerrados con seguridad. Les echaron lejía por encima, litros y litros de lejía rusa y luego enterraron los contenedores en la arena. Si, como lo oyes. La isla dejó de serlo definitivamente en el 2003. Un año antes Uzbekistán y EE UU firmaron un acuerdo para descontaminar la isla pero antes y después ha sido visitada por todo tipo de saqueadores.  Un tal Brian Hayes fue después de mi a limpiar aquello, se llevo un equipo de cien personas y neutralizó doscientas toneladas de ántrax. Se tiró allí tres meses. Tuvo huevos. Pero te recuerdo que yo estuve allí antes de esto, con mi traje de plástico ruso remendado con cinta americana y una mascarilla que olía a zetazeta mezclado con ambientador barato de limón. Es natural que los americanos pensaran que los ataques se habían hecho con ántrax procedente de allí y que quisieran con urgencia una muestra, pero suena a chiste que quien les consiguiera su poquito de mierda fuera yo. ¿sabes como se traduciría en Román paladino el nombre de la isla? Vozrozhdeniya, Renacimiento, si, es otro chiste ruso sin gracia. Llegamos allí por la tarde. Paramos en la valla de seguridad, con su garitas de pintura desconchada y los cristales rotos. No hay nadie. Tocamos el claxon, el conductor saca su Tocarev y pega unos tiritos al aire. Nadie. Así que me pongo el traje, entro, camino un kilómetro empapado en sudor, sigo el plano, entro en los almacenes, supero las puertas blindadas que están todas abiertas, llego a la zona indicada, excavo un poco, menos de medio palmo, toco un bidón de plástico verde que ya está medio podrido, saco  un envase de seguridad, hay cientos con sus sellitos de advertencia, rompo el precinto, voilá, el contenedor está lleno hasta arriba de polvos de la madre celestina. Saco mis archiperres de superespecialista que consisten en una cucharita de moca de plástico, el tupperware de seguridad y el fumigador de cloro para luego limpiar por fuera el contenedor de muestras. 

Nado en sudor. De vuelya al coche ya es casi de noche. El conductor ha encendido las luces para que me oriente mejor. Ha veinte metros me quito el traje según el protocolo y meto el frasquito en la bolsa acolchada de protección.  Ivana la perra está en todo porque ha encargado a su agente que lleve un garrafón de cincuenta litros de agua y ropa de repuesto para que me duche y me cambie, no por seguridad biológica sino por higiene, por placer, por humanidad. ¿entiendes porque le solté una hostia a Alejandro cuando tras la reunión de información con el Ministro dijo eso de “te ha ayudado Ivana la perra”? El mismo ministro me guiñó un ojo como para decirme se lo merece por bocazas. Pero no le di la hostia por bocazas sino por el mote, porque se atreviera a decir delante de todos I-va-na-la-pe-rra. Y porque eso indicaba que había hablado con los yanquis que son los que la pusieron el nick. Tu ya me entiendes. Esa noche dormimos al raso, encima del techo del todo terreno, metidos en buenos sacos de dormir rusos. El conductor era de allí, de una aldea cercana a Taskent, bebimos un montón de aguardiente para sapos y nos contamos la vida. No es necesario que diga aquí su nombre. Sigo en contacto. Me contó que la zona es el más enorme montón de basura tóxica que hay en el mundo. Durante décadas cientos de industrias vertieron sus tóxicos a los ríos que alimentaban el Aral, pero el mar ya no está y todo eso, todas esas miles de toneladas de veneno en forma de polvo, van de acá para allá según sople el viento. Así que el agua potable está llena de pesticidas, zinc, estroncio, manganeso, cianuro. Hay miles de casos de  hepatitis, cáncer de garganta, enfermedades respiratorias, bronquitis, artritis, anemia, infecciones intestinales y oculares y tienen las tasas de mortalidad infantil más alta de toda la ex URSS. Al llegar a la embajada le di la muestra al soldadito cabrón de Fort Detrick y cogí el primer vuelo a Moscú. Me pasé una semana con Ivana sin salir del Marriott, tres botellas de Mumm al día, caviar Iraní recién salado y frutas españolas, fui muy preciso pidiendo lo más caro de la carta. Nadie rechistó en el Ministerio.  Encima, después de tantas molestias, la cepa de ántrax con la que contaminaron las cartas no era rusa sino de ellos mismos. Manda huevos. Para que luego digan. Pero cobré la prima y quedé como dios ante Josep Piqué. ¿te cuento más de las que no sabes?, ¿sigo con mi informe de méritos particular?



(Fragmento de la novela: "Informe de méritos". Inédita.)




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