domingo

HELIODORO ESMERALDAS

Me metí en el refugio. Llovía a cántaros. El río estaba crecido y revuelto. Imposible pescar. Encendí el fuego de la chimenea. Me habchaleco de verano en el que teníanoble pescar. Me había puesto un viejo chaleco de verano que hacía muchos años que no utilizaba. Había metido unos hilos, una caja de moscas y la bolsa con la comida. Al sacar el almuerzo y la petaca descubrí que llevaba en el fondo una antigua libreta de escribir. Suelo tener muchas, tipo Moleskine de pequeño tamaño. La hojeé, comencé a leer por una de las hojas en las que resaltaba el título extraño que yo mismo había puesto: “Heliodoro Esmeraldas”. Recordaba bien aquellas entrevistas. Mientras la lluvia golpeaba con fuerza la cristalera del refugio de pesca seguí leyendo las notas que había escrito hacía muchos años y que casi había olvidado:

(…) Heliodoro Esmeraldas
—Desde que atravesaron las armas los Pirineos, gente de La Hermandad que pertenecía al XIV Cuerpo de Ejército nos guiaron atravesando toda España —me cuenta Evaristo—. Parece mentira, más de veinte mulas cargadas y no tener ni un solo encuentro ni con tropas de la República ni con los fascistas. Tanto Iker Elorza como Jan tenían muy buenos contactos con la gente del coronel Domingo Hungría. Se ha escrito poco sobre la gente del XIV Cuerpo. Eran gente diferente, independiente, decidida y muy suya. Nada que ver con lo que contó aquel Hemingway, sobre todo porque los guerrilleros no querían saber nada de corresponsales ni de glorias porque para conservar el pellejo necesitaban ser anónimos. Entre los guerrilleros había gente de ideas muy distintas, anarquistas, socialistas, comunistas, republicanos de derechas, hasta gente apolítica. Todos mezclados, pero con una lealtad entre ellos a sangre y fuego. Esa era una de las razones de su éxito. Franco los temía pero el gobierno de la República no supo o no quiso abrir un nuevo frente en la retaguardia.
En la voz de Evaristo parece más suave lo que fue una aventura terrible y peligrosa:
—Cuando llegamos a Gredos yo les hablaba en voz baja a las mulas, apenas un susurro, derecha, izquierda, a la fuente del Viso, por la vereda de las Monteses, parar, adelante, y los animales me obedecían a la primera, sin dudar ni una orden. Hicimos la ruta de noche, sin luna, por quebradas y pasos que nos hubieran aterrado si hubiéramos visto los abismos por los que atravesábamos. En un terreno plagado de centinelas y tropas no vimos ni un alma, pero estaban ahí, detrás de cualquier cancho. En esos puntos apenas iluminados de los pueblos de valle. Fue la última noche antes de llegar cuando Jan vio al lince. Estaba amaneciendo y nos metimos en un bosquecillo de robles para pasar el día y en ladera de enfrente que los rayos de sol comenzaban a iluminar y a calentar. El gran gato jugaba con el cuerpo inerte de un conejo. Jan se encaró la pequeña carabina finlandesa que llevaba en bandolera. Apuntó al gato y apretó el gatillo sin acerrojar antes el arma. La recámara estaba vacía pero el click del percutor hizo palidecer a Iker. El lince nos detectó y desapareció en la espesura en un segundo.
—¿Lo viste, Evaristo? Ese animal es hermoso como un tigre —musitó Jan.
—Y por la piel se pagan unos buenos duros y la carne con patatas no está mal —le dije yo.
Evaristo se acaricia el mentón y le asoma una media sonrisa. No todos son malos recuerdos.
—Apenas quedaban unos pocos kilómetros para llegar al sitio que habían preparado muchos meses antes para esconder las armas. Yo para entonces ya no me fiaba de nadie, sólo de Iker y de un amigo del pueblo llamado Heliodoro Cercas que había sido guardaespaldas de Melchor Rodríguez. Los tres nos encargaríamos de descargar las mulas y poner a buen recaudo las armas. Mientras, Jan y Teodoro nos esperarían arriba. Al anochecer bajamos por el Collado de las Yeguas hasta la casona medio en ruinas de mi tía Eulalia, el edificio no era gran cosa pero tenía una inmensa bodega con una de las entradas escondida dentro de un gran zarzal y la otra era una trampilla tapada con una losa en una esquina de la antigua despensa. Todo el suelo de la bodega estaba entablado y era ideal para alejar las cajas de la humedad. Habíamos traído, además, dos bidones de grasa para fusiles y telas parafinadas para cubrir la munición. Tardamos toda la noche en descargar el material, bajarlo y acomodarlo. Ya comenzaba a amanecer cuando tapamos de nuevo la entrada con las zarzas que habíamos cortado y volvimos a subir al collado. Volvimos a Madrid con la reata de mulas como si en realidad fuéramos arrieros, con unas cargas de aceite que teníamos preparadas. Nos pararon los guardias por lo del estraperlo, pero todo estaba en orden. Y allí quedaron las armas, las dejamos a buen recaudo. 
Heliodoro está sordo. Usa un aparato antiguo que tiene un receptor grande como un paquete de tabaco del que sale un cable gris que llega hasta el auricular.
—Alemán, de lo mejor —afirma—. Me lo trajo hace treinta años un pariente que emigró a Frankfurt y funciona como el primer día. He probado esos chismes japoneses en miniatura pero no son lo mismo.
—Tienes que hablar con Heliodoro— me había dicho Evaristo—. Él sabe algo que no ha querido contarnos. Y aquí estoy, en la pequeña solana de la casona que en la que está su carpintería. A lo lejos suenan las sierras que ahora maneja su nieto y huele a bosque, a pinos recién cortados que rezuman resina. Y Helio habla, tiene mucho que contar.
—Yo no fui como estos que siguieron luchando y empalmaron nuestra guerra con la mundial y luego con el maquis. Cuando estaba ya todo perdido decidí regresar a mi tierra a esperar a ver qué pasaba. Me aterrorizaba más vivir en un país extraño que el que me pegaran un tiro en el pueblo. Yo no me contagié de la ingenuidad de Mera ni creí que nos tratarían con respeto, aunque nunca imaginé la saña metódica de los fusilamientos, las torturas, el robo y la humillación a las familias de los vencidos. Si hubiera sabido que el futuro sería ese no hubiera dudado en salir corriendo al país más remoto del mundo. Una noche pedí permiso a mi jefe, a Melchor Rodríguez que le habían nombrado alcalde y salí de Madrid pocos días antes de su caída.
—No seas loco, vete de España como tus amigos. No regreses a Jara porque os van a cazar en el monte como a conejos y te van a pegar cuatro tiros en la plaza del pueblo.
Pero no le hice caso. Para un furtivo es fácil evitar los puestos de control, sortear las trincheras y las columnas de soldados. Tardé en llegar a Jara una semana entera campo a través, caminando siempre de noche a la luz de la luna. Sólo tenía comida para dos días así que el tercero, cerca de Talavera de la Reina puse unos lazos a los conejos cerca del río Alberche. Esa noche comí conejo crudo. Ya de amanecida me hice una cama en la arena del río a la sombra de una mata de sauces muy tupida y allí pase todo el día con la pistola preparada, durmiendo a ratos. Por la tarde me descubrió el perro de un cabrero. Supongo que por el husmo del conejo que me había comido, abrí la navaja y le agarré el hocico para que no ladrase. Ya iba a cortarle el pescuezo cuando me descubrió el pastor.
—No haga usted eso, señor. El animal no tiene culpa.
Solté al perro que se escondió gimiendo detrás de su amo y me preparé para pegarle una puñalada al hombre.
—¿Quiere un poco de queso? —me preguntó sin muestra de miedo.
Entonces, me dejé caer sobre la arena mirando al agua.
—Dicen que por aquí ya se ha acabado la guerra, pero yo no me lo creo. Todos los días me encuentro gente muerta por el campo, paseados. A veces gente que yo conocía, buenas personas. También me encuentro de vez en cuando gente como usted, huidos a los que se les pone enseguida ojos de alimaña. Yo no entiendo nada.
El pastor me pasa medio queso de cabra en aceite, un trozo de tasajo y un buen pedazo de pan tierno.
—Coma usted lo que quiera que tendrá camino que andar —se levanta y se da la vuelta— con Dios— murmura.
Sé que no me va a delatar aunque mi lógica de policía me dice que me aleje de allí lo antes posible, pero no me muevo, me meto aún más en la mata de sauces y me pongo a devorar los alimentos como una alimaña hambrienta. Tardé cuatro días más en alcanzar mi casa. Llegué de madrugada. Me escabullí por las tapias de los corrales aprovechando el corte de luz pero temiendo que algún perro comenzase a ladrar o que me topara con algún vecino sentado al fresco. Fui saltando una a una las tapias bajas que separaban los corrales. Eran muros de adobe y pensaba que en cualquier momento alguno se derrumbaría por mi peso, pero no ocurrió nada. Cuando llegué al huerto de mi casa me recosté sobre el poyo de piedra bajo el naranjo en el que mi madre se sentaba a hacer ganchillo cuando hacía buen tiempo. Estaba agotado y sucio, convertido ya en una alimaña más como había dicho el cabrero. La escalera de madera estaba puesta como siempre para subir al secadero, así que crucé a gatas el patio. Había un luz tenue en la ventana de la alcoba. Me asomé muy despacio para ver quién había dentro. Reconocí a mi madre, al médico del pueblo y a alguien sobre la cama arropado con la manta de piel. Se alumbraban con dos palmatorias y un quinqué de petróleo, la escena me recordó un cuadro tétrico de un pintor famoso llamado Picasso que había visto en algún sitio. Subí por las escaleras del secadero y me eché sobre un montón de arpilleras de empaquetar algodón. Entraba fresco por el ventanal y el lugar olía intensamente a higos pasos, melones de invierno, ajos, cebollas y pimientos secos colgados en ristras de las paredes. Me sentí protegido, como si los años pasados lejos de mi casa hubieran sido un extraño sueño, me sentí feliz, con la plenitud de poder habitar de nuevo los olores placenteros de mi vida. Devoré unos cuantos higos y me quedé profundamente dormido.
Al poco alguien susurraba al oído mi nombre y me acariciaba la cabeza. Antes de salir siquiera del sueño y de abrir los ojos ya estaba encima de aquel cuerpo encañonándole la cabeza con la pistola, cuando abrí los párpados y descubrí en la mirada de aquella mujer el espanto más profundo me derrumbé otra vez sobre los sacos. No veía a mi madre desde hacía más de cuatro años. Se levantó del suelo y comenzó a hablar despacio como cuando era un niño de pocos años y tenía que darme instrucciones para hacer unos recados: vas a la casa de Antonia a por una docena de mantecados y con el dinero que te sobre te acercas a la carnicería de Pedro a por dos cabezas de cordero y se las llevas a Sebas el panadero para que las hornee con el rescoldo...
—Escúchame condenado —dice madre— cava un agujero grande y hondo junto al naranjo en el que quepa una persona, después te lavas bien en la pila y te pones estas ropas de tu hermano.
—Sí, madre —balbuceé confuso.
—El médico se ha ido y tu hermano que regresó ayer de América acaba de morir de fiebres hace cinco minutos. Así que tú serás él, sois mellizos y os parecéis mucho.
En un instante pasé de ser un huido y un delincuente a ser un convaleciente, un indiano de vuelta, un ciudadano respetable con papeles.
—Cada tres o cuatro días vienen los falangistas y me registran la casa porque dicen que escondo huidos, pero lo hacen por jodernos. Nos quemaron el almacén del algodón y la casilla de los huertos porque dicen que soy roja, a tu padre le tienen preso en la cárcel de Plasencia, condenado a muerte desde hace cinco meses —lamenta madre.
Cavé durante casi toda la noche, la tierra estaba dura y mi cuerpo débil pero hice un agujero de más de un metro de profundidad y metro y medio de largo. Faltaba una hora para el amanecer cuando me desnudé y me metí en la pila del patio para quitarme la mugre. El agua estaba helada y no podía controlar la tiritera, mientras mi madre había vestido a mi hermano con mis ropas y me trajo las suyas.
—Ahora póntelas y ayúdame a traer a tu hermano.
Dejamos caer el cuerpo en el agujero. Su rostro seguía siendo más o menos mi rostro aunque cuando entré en la habitación la mueca de su boca y las profundas ojeras oscuras me parecieron las de un perfecto extraño. Sólo cuando al amanecer, metido en la cama, me trajo mi madre un espejo para peinarme descubrí que yo tenía ahora su misma mueca e idénticas ojeras negras. Me dormí con el sol ya alto. Ella se ocupó de tapar el agujero y plantó sobre la tumba unas matas de fresas. Me despertó el tacto de una mano fría sobre la frente y la voz ronca y remotamente familiar del médico.
—Señora está peor que ayer. Le ha subido aún más la fiebre, es una malaria grave, debe ponerse en lo peor.
Yo seguí con los ojos cerrados escuchando el hipo de dolor de mi madre y su llanto apenas contenido, esperaba que en cualquier momento Don Nemesio descubriera el engaño pero nadie descubrió el cambio, jamás hablé con mi madre de esa noche. Incluso años después, ya muy anciana, era frecuente que me preguntara:
—¡Ay hijo! ¿Cuándo sabremos algo de tu hermano, el huido?
Mi hermano había marchado a Venezuela diez años antes para trabajar en la finca de un primo segundo de mi madre, pero se cansó pronto de pastorear las vacas por el páramo y se dedicó a cazar capibaras y anacondas en el pantanal, por la piel y el sebo de las culebras le daban un buen dinero, luego comenzó a poner trampas a los pájaros para cogerlos vivos porque según decía en sus cartas, los loros, tucanes, colibríes y pájaros de colores se los compraba un americano a muy buen precio tanto vivos como muertos, así que cada año le enviaba un buen dinero a mi madre. Un año dejamos de recibir cartas y dinero. Muchos meses después alguien envió un paquete desde Salamanca con su última carta, al parecer mi hermano había comprado una concesión minera en Brasil, en una provincia llamada Mato Grosso y esperaba hacerse rico en poco tiempo y como prueba nos enviaba en un saquito de cuero de anaconda una pequeñas piedras verdes opacas que nuestro padre creyéndolas sin valor lanzó por la ventana al patio y se las comieron las gallinas. No volvieron a saber nada de mi hermano hasta que llegó desde Lisboa en un gran “aiga” descapotable, un Oldsmobile convertible la tarde anterior, al poco de bajarse del coche se derrumbó, deliraba de fiebre. No trajo equipaje. Sólo un par de trajes caros y una carpeta con mapas dibujados a mano, el pasaporte, diversos documentos oficiales que mi madre analfabeta no entendió y tres piedras verdes en el bolsillo de la camisa que descubrí yo mismo, la mañana en la que desperté convertido en él.
—Son tres esmeraldas y valen una fortuna —le dije a mi madre—. Con ellas sacaremos a padre de la cárcel y no pasaremos hambre en mucho tiempo. Guárdelas en lugar seguro, madre.
Tardé varias semanas en sanar de la fiebre producida por el agotamiento y lo poco que comíamos esos últimos días antes de la caída de Madrid. Cuando salí el primer día a la calle vestido con un elegante traje claro de lino y un sombrero Panamá, delgado por la calentura pero moreno por la vida de los últimos meses, siempre a la intemperie, todos los vecinos pensaron que era otro. Me había convertido en mi hermano, el que se había ido a hacer las Américas poco antes de la guerra y que había vuelto con un enorme “aiga” y seguro que rico. Ya no era el hijo rebelde que se había ido a Madrid a luchar contra los fascistas, seguro que muerto o huido a Francia, especulaban los vecinos.
Heliodoro deja de hablar y comienza a toser. —Es el maldito “caldo de gallina” que fumo —protesta— aunque el médico se empeñe en decirme que también es el serrín que he respirado durante muchos años. Yo sé que el serrín es bueno. Te hace esputar y te limpia las miserias de dentro, pero el tabaco es un veneno y más la mierda de tabaco que fumamos ahora.
—¿Pero, que pasó con todas esas armas que escondisteis? —le interrumpo.
—Paciencia, a eso vamos. Sí, claro, las armas, allí siguen en la sierra, preparadas. Mi padre me había enseñado los caminos que subían a Gredos. Mi hermano y yo le habíamos acompañado muchas veces a por un cabrito de montés cuando era Navidad. A principios de siglo, por 1909, el Rey Alfonso XIII había declarado la zona del Circo de Gredos como un Coto Real de caza mayor. En aquel entonces, según mi padre, había allí arriba muchos más lobos que cabras. Unos años después las cabras comenzaron a abundar y aunque los guardas del coto eran muy buenos, mi padre siempre conseguía burlarlos, cazar un cabrito y salir de la sierra sin que nadie lo supiera. Incluso, cuando comenzó a organizar cacerías el rey y su gente, llamaban al Zorrero, a mi padre, para que hiciera de guía o de postor y era muy respetado a pesar de sus ideas ácratas. Él, por su oficio de alimañero era quien mejor conocía las sendas y las trochas de la sierra. Un día nos pilló una ventisca bajando la portilla Jaranda y mi padre nos llevó hasta una pequeña cueva que por lo estrecho de la entrada parecía una lobera. Sacó del zurrón el carburo. Lo encendió con la yesca y nos dijo:
—Esta cobacha me la enseñó mi padre y a él el suyo. Antes de que los reyes y su puta madre vinieran a atronar la sierra con sus rifles nosotros cazábamos las cabras con un palo afilado en la lumbre. ¡Mirad el techo! Durante toda la tormenta, temblando de frío igual que el cabritillo que traíamos amarrado, mi hermano y yo miramos como hipnotizados los dibujos rojos que había pintados en las paredes y el techo de la pequeña cueva, grupos de hombres con lanzas y arcos cazaban grandes cabras y toros que parecían moverse cuando el viento soplaba la llama blanca del carburo y la voz ronca de mi padre nos contaba la historia imaginada de aquellos antepasados remotos, cazadores como él.
La puesta de sol iluminaba la cara del viejo. Llevaba ya un rato con los ojos cerrados, mirando hacia dentro. —Nunca intenté contactar con los huidos. Bueno, sólo una vez y por poco me trincan. Había contactado con un correo de Navalmoral para reunirme con el maquis de Quincoces que andaba por la comarca de los Ibores, pero le delataron y yo me libré de caer en manos de las contrapartidas por los pelos Todos los que me conocían me suponían muerto en Madrid. Yo ya era el hijo indiano del viejo Zorrero que había regresado enfermo de malaria de las Américas, era taciturno y de pocas palabras, siempre solitario, y me pasaba más horas en la pequeña casilla que había construido en la finca que en la casa del pueblo. Pero una noche de febrero de ventisca y luna nueva, cogí la mula y me acerqué hasta la casona donde habíamos escondido las armas diez años antes. Seleccioné una caja de munición y otra de fusiles y las escondí en el tocón hueco de un gran castaño que yo sabía que la agrupación guerrillera utilizaba como estafeta. “Salud y Anarquía” escribí sobre la caja de madera de las armas. Hacía mucho tiempo que para mí aquellos hombres habían dejado de ser comunistas a las órdenes de Stalin. Ya sólo eran fugitivos, pobres alimañas. Pero diez días después, como era por desgracia tan frecuente, alguien delató a la partida y la guardia civil acabó con los tres guerrilleros que habían cogido las armas. Las autoridades no dijeron nada, pero los minuciosos registros que hicieron por las casas de la sierra me indicaba que estaban sorprendidos que los maquis, siempre tan mal armados y con escasa munición, tuvieran en su poder una caja con dos mil cartuchos y seis armas nuevas, todavía con la grasa de fábrica.
A comienzos de los cincuenta ya no quedaba ni un guerrillero en la sierra, la mayoría habían sido cazados por los guardias civiles, las contrapartidas o las delaciones de algunos desertores. Mi padre había salido de la cárcel gracias a la esmeralda que di a Edelman que se había convertido en la mano derecha del Gobernador Civil y le acababan de nombrar alcalde de Jara pero mi viejo no volvió a decir una palabra, le habían arrancado los dientes, se orinaba encima y solía llorar sin motivo, al año de estar libre se nos escapó de casa con la escopeta y se pegó un postazo en la cabeza. Yo me olvidé de mí mismo. Convertí en mía la identidad falsa que todos creyeron. Me dediqué a trabajar la tierra que había comprado con la otra piedra de mi hermano y planté algodón, pimiento y tabaco, pasaba el día en el huerto o en el río pescando barbos.
Un día me llamó el alcalde a su despacho del ayuntamiento.
—¿Sabéis algo de tu hermano?
—Murió —le digo.
—Siento de verdad lo de tu padre —responde—. Bien sabes que hice todo lo posible por sacarle de la cárcel, pero es que pensaban que el hombre sabía dónde se escondían los huidos y creo que se pasaron un poco al preguntarle. De sobra sabes que se merecía la paliza. Al fin y al cabo toda la vida ha sido un furtivo que ni respetaba vedas ni leyes. Bueno, a pesar de esos antecedentes me han dicho que te conoces la sierra como la palma de tu mano porque desde niños os llevaba vuestro padre a Gredos a enseñaros el oficio.
—Así es —le respondo intentando contener mi furia.
—Pues el caso es que vamos a celebrar una cacería de cabras monteses y vendrá mucha gente importante. Hasta puede que venga el Generalísimo, no te digo más.
La sangre se me subía a la cabeza. Me temblaban las manos pero el alcalde no se dio cuenta de nada.
—Entonces cuento contigo. Además se os pagará unos buenos duros por el trabajo, no te creas.
Era la demostración final de que la sierra estaba limpia por fin de rojos, de huidos, de alimañas. Días antes además llegaron más guardias civiles a los pueblos y metieron en la cárcel de nuevo a los pocos antiguos republicanos que quedaban vivos.
Nos reunieron a todos los postores y guardas de la Reserva en un pueblo de Ávila para darnos las instrucciones pertinentes y explicarnos dónde estarían los puestos y por dónde entrarían los batidores. No lo pensé mucho. Volví a subir de noche con la mula a la casona de la tía Eulalia y entré en la bodega. Me costó tiempo encontrar la caja de los Mosin Nagant con sus visores PU de cuatro aumentos. Cogí un fusil y limpié con cuidado la grasa, busqué los cartuchos de su calibre y llené un peine de cinco. Seleccioné un visor y lo ajusté en su carril. Sólo faltaba probar que el fusil estaba ya en orden de tiro y esconderlo en la sierra. Bajé hasta la garganta con la seguridad que lo encajonado del terreno y el ruido del torrente crecido por la lluvia silenciaría bastante los tiros. Ya amanecía cuando apunté a un arrendajo curioso que estaba a unos cien metros. Llevaba muchos años sin pegar un tiro pero el rifle me resultaba familiar y poner el pájaro en la cruz del visor no fue difícil. La explosión retumbó en el valle y el animal se convirtió en una nube de plumas que caían lentamente hacia el agua. Escondí el arma envuelta en una lona en un zarzal espeso y salí de allí a toda prisa. Varios días después subí a Gredos y escondí el fusil, envuelto en una lona embreada, en aquella pequeña cueva llena de pinturas rupestres, en la que cuando éramos niños nos habíamos refugiado de una tormenta con nuestro padre.
Heliodoro ha bajado el tono de su voz, casi habla en susurros. Sé que él no oye ahora sus palabras, pero se escucha por dentro. Se oye en mis ojos atentos y asombrados. Quisiera preguntarle muchas cosas, pero no abro los labios. Helio es muy callado, me previene Evaristo, no quiere hablar nunca del pasado. No le gusta contar las batallitas como a otros viejos, sólo le gusta hablar de maderas, de truchas y de jabalíes.  —El día de la cacería —prosigue Helio— estaba todo muy tranquilo. Esperamos con los mulos donde se acaba el camino hasta que subieron los automóviles con los cazadores. Según iban llegando los acomodábamos en las mulas e iniciábamos el camino hacia los puestos siguiendo las órdenes del guarda mayor de la Reserva. Los cazadores eran todos ministros, gerifaltes del régimen, marqueses y condes, pero yo no atendí a caras ni a gestos. Hice mi trabajo y cuando las mulas ya no podían seguir continuamos a pie en silencio por una senda hasta la zona que tenía que cubrir, y una vez que dejé a cada cual con sus secretarios en los puestos, me escabullí. Nadie había dicho donde estaría el Generalísimo, pero cualquiera que conociera esa parte de la sierra a batir sabía que el mejor puesto estaba en la Vaguada Ancha. Por allí era seguro que pasaría una buena piara de machos en cuanto comenzara el ojeo y allí habría colocado el guarda mayor a Franco.
Corrí con toda mi alma por los riscos hasta donde había escondido el arma y corrí de vuelta estando a punto de despeñarme varias veces y comencé a acercarme por detrás de donde me imaginaba que estaría. Era una posibilidad remota y estaba seguro de que me descubrirían antes siquiera de poder aproximarme lo suficiente a Franco, pero no me importaba. Recordé todos los nombres y las caras de los amigos muertos, desaparecidos, encarcelados. Volvía a ser Heliodoro Cercas y no su hermano mellizo. Me asomé entre la grieta de una peña y vi que apenas tapadas había tres personas en el lado derecho de la Vaguada. Monté el cerrojo del Moissin y apunté a una de las figuras que se recortaba claramente sobre unos canchos a unos ciento cincuenta metros de mi escondrijo. Ahí estaba el hombrecillo regordete empuñando su arma, con sus botas de media caña, los pantalones bombachos, la chaqueta abrochada con el pañuelo claro asomando del bolsillo, la corbata a juego bien anudada y un salakov que le hacía aún más visible y ridículo. El carnicero de media España con su bigotillo y sus mofletes bonachones se encaró el rifle en el momento en el que una piara de cabras aparecía por la quebrada. Apunté al pico del pañuelo bien planchado que asomaba del bolsillo, apunté a su corazón de hiena.
Helio mira a un punto impreciso del fondo del valle, desde la solana se ve una curva del río donde una vez estuvo la barcaza que lo cruzaba. Luego se mira las manos llenas de cicatrices, nervudas, viejas pero hermosas, sanas, sin rastro de deformaciones a pesar de los fríos y humedades que han vivido a lo largo de los años.
—Estas manos eran las mismas que empuñaban el fusil, que no temblaban. Sin embargo no pude disparar a la alimaña, no sé por qué no apreté el gatillo. Me escabullí en cuanto comenzó el tiroteo a las monteses y volví a esconder el rifle en la cueva. Todavía debe estar allí, oculto en un hueco largo que había en el fondo, envuelto en una lona embreada con las balas ya herrumbrosas, una de ellas en la recámara, preparada. Las fotos de la cacería salieron unos días después en los diarios. Te las puedo enseñar, aún las conservo. El Generalísmo sonríe subido a una piedra, con los pies juntos y el gran salakov cubriéndole los ojos. Delante de él hay quince o veinte grandes machos de cabra montés con los cuerpos y los cuernos ordenados como para pasar revista. Está sonriendo, orgulloso de los resultados de la matanza, ignorante una vez más de su suerte. En ese momento acabé de convertirme en mi hermano. Era yo el que estaba enterrado en el corral bajo la sombra de la higuera y no mi hermano mellizo, era yo el aventurero que descubrió una mina de esmeraldas y volvió al pueblo para demostrar a los suyos que iba ser rico. Era yo el hermano que regresa enfermo con tres pequeñas piedras verdes y una carpeta llena de mapas que mi madre utilizó para encender la estufa. Ya no era Heliodoro Cercas que nunca hubiera dudado en meter una bala a aquel cabrón sino Manuel Cercas que reniega de su pasado alimañero, del mote de Zorrero como nos llaman en el pueblo y sólo quiere olvidar, ver cómo crece el tabaco de su finca y escuchar como se lleva el río la memoria.
Yo también me quedo mirando al Tietar igual que si mirase la vida entera de este viejo anarquista, falso indiano, guarda, carpintero que me pasa su petaca de picadura y el librillo de papel para que me líe un cigarrillo.
—No se lo he contado antes a nadie, me da vergüenza. Sé que hay miles de hombres que hubieran dado su vida por haber tenido esa oportunidad aquel día. Cada dos años solían organizar una cacería de cabras para Franco como la de aquel día, pero yo nunca volví a subir a Gredos de postor por más que el alcalde amenazara con despedirme de mi trabajo como guarda forestal y me acusara de desafecto. (…)





Se interrumpen aquí las notas de esta historia que me contaron a medias Evaristo y Helidoro. Ha dejado de llover. El río sigue muy tomado. Salgo del refugio a caminar un rato por la orilla del río. El cielo comienza a abrir. Gredos se ve a lo lejos con mucha nitidez. En algún lugar, allí arriba, hay una pequeña cueva y dentro un Mosin-Nagat y dentro parte esta historia.

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