lunes

MONTAÑAS



Al pescador le gustan las montañas, da igual el horizonte, el idioma o el río. Le gustan las aguas batidas, las torrenteras, las pozas con música, la espuma limpia, que la corriente empuje y se ponga bronca con la lluvia. Los ríos medio mansos de llanura le desconciertan o los ríos apresados, de aguas condicionales y vigiladas, tan tristes.

Al pescador le gusta que la tierra esté inclinada y haya que subir por donde nace el agua. No ha sentido que le cierren o estorben nunca las montañas sino que le protegen, le cuidan y le entienden.

Me dicen que tienen mucho encanto los ríos de llanura. No lo dudo, pero a mi me gusta que suenen mucho antes de acercarnos, mientras bajo por el brezal al amanecer y ya nos advierte de su humor cambiante.

Las montañas, aún por civilizar, urbanizar, doblegar y secar apenas se dejan poner nombres o taladrar pequeños túneles de hormiga o quemar su fina piel botánica. Seguirán ellas creciendo cuando no quede de nosotros ni una ruina. De ellas mana el agua que hoy nos cubre y nos refresca, en la que respiran las truchas y nosotros, de algún modo también.

Hoy, verano abierto, el pescador echa de menos los brillantes días de abril, mayo y junio, dejándose llevar por el perfume extraordinario de tanta agua llovida verdeando todos los paisajes.

Hoy, agosto de secarral, el pescador se mete en el Tormes con el agua alta y la sombra en la espalda a jugar con una pequeña efémera amarilla y a contemplar al hijo tocando truchas metido en un vader y unas botas que fueron antes suyas. 

Crece el hijo igual que las montañas, tal vez más rápido, como crecen las truchas en la memoria.



miércoles

LECTURAS I



Ilustración de Leonora Carrington
Igual que los buscadores de oro de las tierras remotas en el siglo XIX, rebuscamos en planos y fotografías por satélite riachuelos, riberas, tablas o lagunas ignotas que explorar con la caña y la paciencia. Luego, más o menos, guardamos el secreto si el lugar descubierto es sitio de fortuna, belleza y abundancia de peces.

En los que más he disfrutado durante muchos años había que ir en barca o con piragua, tras remar mucho rato. Era imposible pescar desde la orilla porque estaban llenas de malezas y cortados. Allí vi con frecuencia cigüeñas negras que año tras año hacían, a menos de un metro del agua, sobre un roquedo,  su nido, sacando siempre una abundante pollada. Más de dos veces contemplé un lince cazando no muy lejos de la orilla. O un gran duque que salía siempre de un saliente en un paredón de piedra. Era un lugar mágico que sigue a salvo de todo no sé por cuanto tiempo.

Pescábamos allí en silencio por no molestar a estos y a otros habitantes del río o también sobrecogidos por estar allí disfrutando de la vida, en aquel lugar tan recóndito y salvaje aunque no distase a más de treinta kilómetros de una ciudad. Ahora sólo se puede navegar por allí en otoño e invierno pero sigue mereciendo la pena el viaje. A mi hijo el pescador le gusta mucho. Hay grandes barbos y carpas, mucho bass, algunos lucios, agua limpia y cientos de rincones solitarios y distintos.

Pescar también tiene mucho de exploración y aventura, de descubrimiento y búsqueda de paraísos y si uno va encima de una piragua el sabor es más intenso. Tal vez esté uno envenenado por las lecturas infantiles de Vardis Fisher, James Oliver Curwood, Jack London o James Fenimore Cooper. Quién sabe. Navegar por un río desde el que apenas se ve el rastro de la civilización que somos, pescar desde el agua, sentirse flotar, es ser pescador de otra forma.

La editorial Valdemar a publicado hace poco “El Trampero” de Vardis Fisher y Ediciones Barataria “El rey oso” de J. O. Curwood. Son dos buenas lecturas de verano. De ambos libros se hicieron también buenas películas. Del primero “Las aventuras de Jeremias Johnson” de Sidney Pollack, del segundo “El Oso” de J. J. Annaud. 

En ellos anda navegando estos días mi hijo el pescador.




JANIS Y LEONARD


Mientras lanzo despacio, con el equipo mínimo y ganas de nadar, pienso en aquel tiempo en el que Dylan era dios, Marley su profeta y Janis y Leonard jugaban muchas veces a mi favor en la penumbra del coche con las ventanas abiertas para que entrara el frescor de aquel paraje solitario de mi río. O tal vez jugaban a favor de ella.

Luego, muchos días, subía por la garganta junto a Ángel para pescar truchas. De entre tantos y tantos años, días y horas, hoy, esta tarde de verano, recuerdo apenas un segundo. Acababa de alcanzarle pescando y comentábamos el cuantas y el como. Mientras hablábamos, lanzó el señuelo distraído y picó entonces una trucha pequeña que yo le desanzuelé y eché al agua con la mala fortuna de que el pez cayó sobre una gran piedra plana que estaba en medio de la tabla. Comenzó a botar encima de ella hasta llegar al borde y en un último desesperado coletazo cayó por fin al agua. Entonces, en menos de un segundo, una trucha enorme, la trucha más grande que he visto en mi vida, salió de debajo de la piedra, saltó casi entera fuera del agua y atrapó la truchita. Ambos contemplamos mudos, boquiabiertos, aquel momento mínimo asombroso. Yo tenía dieciséis. Durante muchos años recordamos juntos aquel segundo extraordinario. Hoy vive sólo en mí.

Tal vez me equivoqué, quizá dios fuera Marley y Dylan sólo un profeta menor, pero estoy seguro de que Cohen y Joplin cantaban muchas veces para ella y para mí. Aún lo hacen.

Ayer subí al frío Tormes y hoy estoy aquí metido en el agua templada. Me siento afortunado por todo lo vivido y todo lo por vivir, aunque no existan dioses, o por eso.



jueves

POLEO



Echas de menos al hijo el pescador. Toda una vida de precoces emancipaciones, radicales independencias, viajes sin compañía, búsquedas placenteras de la soledad para que ahora sientas que te falta algo mientras vagabundeas por la orilla del río tras los barbos y las carpas.

La complicidad que se fragua junto al agua es muy rara. Se trata de una amistad que no necesita palabras ni pretextos. Uno va acompañado a pescar y es igual que si pescase solo, pero mejor, porque puedes utilizar el idioma de los pescadores con libertad, tanto las palabras como los silencios. Ese idioma, para los ajenos, es algo totalmente ininteligible. Y esa compañía jamás es incómoda sino todo lo contrario, es confortable, cómplice, leal, divertida.

Caminas por la orilla a la caída de la tarde, cuando el sol ya está bajo y no quema en el cuello. Más que barbos, lo que buscas hoy son a esas carpotas golosas que se ponen en plan aspiradora a recoger hormigas u otros insectos de la superficie del agua. Reservas para ellas unas hormiguitas rojizas muy aparentes y también unos escarabajillos gordos hechos con culo de pato que te parecen infalibles. Como se le ve muy bien el morro a carpa puedes deducir su tamaño y prepararte para lo peor.

El hijo pescador, el año pasado, aún no tenía el temple para lanzar a dos o tres metros por delante de ese morro blancuzco que sorbe los bichos igual que un japonés sorbe una sopa caliente y ponerse a esperar sin mover el señuelo. Pero tienes que confesar aquí que tú tampoco tenías ese temple cuando los labios chupadores eran los de un carpón de ocho o diez kilos. El año pasado todas las de ese peso te partieron el bajo antes, durante o después de una carrera de infarto.

Echas de menos al hijo pescador. Su paciencia, su impaciencia. Esa forma que tiene de cuidarte aunque debería ser lo contrario. Tienes ganas de mirarle a la cara cuando uno de estos carpones le chupe la hormiga y le saque toda la línea y todo el backing  antes de romperle el bajo y decirle au revoir con la aleta.

Toda la vida luchando por no rendir cuentas a nadie sobre tu tiempo y tus vicios piscícolas, saboreando la risa del agua, el frío del amanecer, el tacto de un pez grande por fin rendido, la caricia del sol o su puño, imaginando lo bueno que sería que el hijo se hiciera pescador y ahora…

…Caminas de vuelta al coche, desandas la orilla, no sabes si la de este río o la de tu vida, hueles las flores secas del poleo que vas pisando. A eso huele la libertad.